Fragmento de “Las desventuras de don Agilulfo’




Obra de teatro de Miguel Pacheco Vidal
basada en la novela ‘El caballero inexistente’ de Italo Calvino
utilizado en el Taller de Teatro del CAS de Sants (Barcelona)
1er. semestre 2.011







Una monja se apresura en tocar atoradamente las campanas de unos tardíos maitines.
Otra monja.- ¡Qué tarde es! ¡Santo Cielo!
Monja de las campanas.- Que siempre tenga que andar yo tocando campanas...
Otra monja.- ¡Venga, venga! Que vivimos a deshoras.
La monja de las campanas lanza con furia un último repique, con un pie en el umbral. Se marcha detrás de la otra.
La campana canta unas cuantas repercusiones y se ahoga en una resonancia final.
Canta el gallo. El escenario se divide en dos partes. En una, más estrecha, el corte vertical de la torre de un convento descubre la parca celda de una monja. Camastro en primer término y una cortina detrás. Música gregoriana, alguien, detrás de la cortina, canturrea y hace ruido con agua, jarra y jofaina.
Se corre la cortina. Un exiguo ventanal corta con su luz la penumbra de mohosas piedras.
La mujer, una monja joven, novicia quizá, acaba de vaciar el aguamanil sobre la palangana, que después usara para rociar el piso, salpicando con la yema de sus dedos, como si de aguas benditas se tratara. Arrimada a su contorneada anca, la jofaina le permite disponer de una hermosa mano libre con la que poder abrir una ventana lateral, la que da a la otra parte del escenario. Canta el gallo. Amanece.
Si a una parte la podemos llamar ya "la celda", a la otra la podemos llamar "campo" por ser el campo de operaciones y porque es campo lo primero que ve la monja al abrir su ventana. Si la celda es fija, no permite variaciones, el campo es un escenario movible donde se han de situar batallas, audiencias, banquetes, oficinas de reclutamiento de las tropas imperiales......
Sor Teodora.- (Sin cesar, nada más que para hablar, en su canto). ¡Qué hermosa mañana Dios ha dado! ¡Hum! ¡Que bien huele la mañana! La brisa tañe la música de un aroma embriagador. (Se espanta). ¿Será pecado?
Sor Gelva de Orus menta que es pecado todo aquello que produce placer. (Canta el gallo). ¡Oh, qué horror! Como San Pedro. Cantad, cantad que tras las témporas habéis de acabar. ¡Qué orgulloso es el gallo, hay que ver! Bien es cierto que humilló a uno de los más santos varones que hayan existido. Veraz debe ser la leyenda según la cual, al humillar a San Pedro, evidenciando con su canto las tres negaciones, el gallo se poseyó del último rescoldo de soberbia que albergaba tan ancha alma. Y mucha soberbia debió recibir, a juzgar por lo altanero, a pesar de ser la de un santo varón. Clo, clo, clo. Tanto cacareo trae a colación la larga historia que escribo en el recaudo sereno de mi monacal aposento, por encargo expreso de la madre superiora. Clo, clo, clo.
Vienen a mi mente claras imágenes de los esforzados caballeros, valientes, aguerridos, ondeando los estandartes de su estirpe y flameando las insignias del mosaico imperial. (Bajo la advocación de Sor Teodora, lo que eran gallos se convierte en la tropa de élite de Carlomagno. El centro de lo que convinimos en llamar campo lo ocupa Agilulfo y, a su diestra, forman Salomón de Bretaña, Orlando y Oliverio de Viena, empezando por el más lejano a Agilulfo) Los paladínes de la cristiandad, el orgullo y la esperanza contra el moro, los preclaros guerreros del inmensurable territorio carolingio. En la explanada de Frisán, aguarda la revista del emperador, lo más selecto de la hueste de Carlomagno.
Orlando.- (De espaldas. Decantado sobre su caballo. Mal soportando una tremenda resaca de no menos terrible curda noctámbula).- ¡Fifa, Carlomagno!
Los demás.- ¡Viva!
Agilulfo.- ¡Fifa! (Se excusa) Ha dicho fifa.
Orlando.- ¡Qué más da! (Desenfundando el mandoble) ¡Caballeros, cerrad fi... (juega con el sonido de la efe)... las! No podrá el fie..ro infi-fiel detener nuestra poderosa enfestida. ¡Al ataque!
Se lanza con el mayor ímpetu, contra el moro infiel. Con el mayor ímpetu que puede, claro, porque tiene tal cogorza que hasta el caballo parece estar bebido.
Salomón de Bretaña (Asiendo a Orlando).- ¡Voto a... ! Teneos, Don orlando, que no estáis en el campo de batalla...
Orlando.- ¡Ah! ¿No?
Salomón de Bretaña.- (Que no parece estar más sobrio que Orlando).- Estamos esperando al Emperador que ha de pasarnos revista.
Oliverio de Viena.- Además, por ahí no ibais contra los infieles, ibais contra el Papa. Los infieles (Juega con la efe) están hacia allí. (Le da la vuelta hacia el público).
Orlando (Cargando contra el público).- Pues... ¡a por ellos!
Oliverio de Viena.- No, ahora no. Estamos en formación. Nos ha de pasar revista el mismísimo Emperador. Él nos ha de conceder su aquiescencia para entrar en batalla.
Salomón de Bretaña.- Aquietad vuestros ánimos. De aquí a que comience la revista, hay tiempo para serenarnos.
Oliverio de Viena.- Atención, que ya viene.
Orlando.- ¿Quién?
Oliverio de Viena.- ¡Quién ha de ser! ¡El emperador!
Orlando.- ¡A por él!
Salomón de Bretaña.- ¡Por todos los demonios! ¡Estaros quieto de una vez!... que es nuestro Emperador, a quien todo debemos menos el ánima.
Sor Teodora.- (Mientras recoge y asea su estancia).- Si he de serme sincera, no he de negar que esta contemplación de lo que vienen llamando héroes en las crónicas y leyendas, quizá resulte en las realidades mas decepcionante que fascinadora. (Rebrotando en su cándida ánima el fervor encomendado y desdiciéndose en cierto modo o en gran parte o, quizás, del todo, en pro de su causa, de cuanto antes habíase atrevido a decir). Mas no: heme habituado a tales tesituras y me ha logrado interesar hasta el embeleso, el entuerto humano.
Orlando.- (Percatándose de la grácil presencia de Sor Teodora). Atendedme, oh, doncella... Soy yo... ¡Aquí! Aqueste caballero el que con fer... vor os demanda.
Salomón de Bretaña.- ¡Pardiez, Don Orlando! Sosegad vuestro temple que llegan voces y sones. Nuestro Emperador ha llegado.
Orlando.- Está bien, está bien. Mas a mi fe invoco de que de... que de aquesta mozuela heme prendado.
Sigue Don Orlando farsando señas con picardía, hasta que Sor Teodora acusa el recibo de tanto mensaje y, derramando sobre el alféizar toda su generosa hermosura y con la destreza propia del convento, cierra enérgicamente la ventana.
Orlando.- Señora... (Sigue garabateando señas en el aire)
Mayordomo (Entrando).- ¡Cómo es posible!
Sor Teodora (Desde su celda).-Convencida estoy de que en nada se asemejan a los agraciados caballeros de grabados y narraciones y que tan bellos, sin panza ni papada y con el porte discreto de la sobriedad, de la noche al alba, pocos existieron. Bueno, uno sí: Don Agilulfo, caso especial. De él mi historia trata, por cierto. (Entreabre la contraventana para mirar lo que se puede por la vidriera). Helo ahí. Gallardo, ufano y tenaz, espejo claro, ejemplo entre tanto fiasco irredento.
Orlando (Que ha visto la abertura).- Oh, señora... sabía que mis ruegos no caerían en saco roto...
Sor Teodora (Cegando de un golpe la ventana).- Endemoniado pretencioso... ¡Santo Cielo! A punto estoy de renegar...
Orlando (A Oliverio).- Ésta ya ha picado. (De nuevo a Sor Teodora) Señora: atended las súplicas de este humilde siervo vuestro.
Mayordomo.- No os refocileis, Don Orlando, en tanta temeridad. Os estáis extralimitando.
Orlando.- He aquí las albardas de mi asno.
Mayordomo.- ¿Qué masculláis?
Orlando.- No, decía que sois la fornitura de mi corcel, la templanza de mis excesos.
Orlando ha quedado situado al lado de Agilulfo.
Mayordomo.- Dejaos de monsergas, Don Orlando. Sabed que aquélla a quien conturbabais con vuestros apremios es la encargada de escribir aquesta historia y que es deseo ferviente de nuestro señor, el Emperador, salir bien parado y, con él, todo su ejército, en las crónicas que engendre. Así que, sofocad vuestros fuegos para mejor oportunidad y advertid que se os ordena que guardéis mayor recato.
Sor Teodora.- (Mientras suenan trompas y clarines y hace su entrada el Emperador).-Si he de decir verdad, sólo ha sido un ligero enfado. No quiero que mi malquerencia enturbie la hermosura de aquesta historia. ¿Iba a ser yo intolerante con aquellas actitudes que el solo hecho de ser humanos da? Son guerreros, al fin y al cabo, y, como tales, exigen, entre flecha y dardo, sus licencias. Nosotras, las monjas, ocasiones, aquello que se dice ocasiones, para conversar con soldados tenemos pocas. Por eso, es posible que, en mi relato, se cuele el traspiés de mi ignorancia. Lo que no sé a ciencia cierta, trato de imaginármelo. Somos apenas unas rapazas lugareñas, retiradas en el exiguo paisaje de las cuatro paredes de una celda; fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, labranza, flagelar siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, envenenamientos, asolamientos, saqueos, estupros, torturas, nosotras, pobres monjitas, no hemos visto nada. Vivimos tan apartadas del mundo...
Entretanto, Sire ha comenzado la revista.
Carlomagno.- ¿Quien sois vos, paladín de Francia?
Salomón de Bretaña (Alzando la visera y mostrando su rostro).- ¡Salomón de Bretaña, Sire! Cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos servicios, cinco años de campaña...
Carlomagno.- ¡Cierra con los bretones, campeón! Y vos ¿Quien sois, paladín de Francia?
Oliverio de Viena.- ¡Oliverio de Viena, Sire! Tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás ¡Por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos!
Carlomagno (Para sí).- ¡Qué bien suena! (Al caballero) Fenomenal, bravo por el vienés, pero tenéis un tanto enclenques las cabalgaduras, proporcionadles mas forraje...
¿Y vos quién...? (Dándose cuenta de que es Orlando) ¡Oh, no!
Orlando.- Orlando, conde de la marca de Bretaña, vencedor de los lombardos y hostigador de sajones...
Mayordomo.- Acostumbraos a hablar cuando Sire os lo ordene.
Orlando.- Adalid de la cristiandad...
Mayordomo.- ¡Qué humilde es!
Orlando.- Veintitrés mil infantes, pertrechados, trescientos de a caballo.
Mayordomo.- No es éste el momento...
Carlomagno.- ¡Por las barbas de Widukindo!, os han pedido que os calléis! Ya os conozco demasiado...
Orlando.- Toda la mesnada es un solo brazo y su alma una sola espada: Durendal, en mi cinto. ¡Por el Emperador! Adversario tenaz de los enemigos del rey, Agramonte y Rodamonte y esto que dice este (Por Oliverio) no es verdad, a Fierabrás lo vencí yo.
Carlomagno.- ¡Sus! Alguien que acalle tan falaz verbOrrea. No sabe lo que dice. Solo repite palabras y las dice mal. Ni tan siquiera sabe que se llama Rolando y no Orlando.
Orlando (Repite).- Orlando, conde de la marca de Bretaña.
Carlomagno (Recalcando).- Rolando.
Orlando.- Orlando...
Carlomagno.- Que os envío a Roncesvalles…
Orlando.- A no, eso sí que no.
Carlomagno (Repite triunfante).- Rolando.
Orlando.- ¿Podríamos dejarlo en Rorlando?
Carlomagno.- Sois un imposible. ¡Qué dirá de nosotros la historia!
Carlomagno se apercibe de la pulcra apariencia de Agilulfo. Orlando retorna a sus escarceos con la monja de la rendija.
Carlomagno (A Mayordomo)- ¡Asombroso! ¿Qué hace un caballero tan pulcro entre tanto pendenciero? (Sin dar tiempo a contestar) ¿Y vos quién sois, paladín?
Agilulfo.-Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, Caballero de Selimpia Citerior y de Fez.
Carlomagno.- Ahhh... (A Mayordomo) Si tuviese que recordar el nombre de todos, estaria apañado. (A Agilulfo) ¿Y por qué no alzáis la visera y mostráis vuestro rostro? ¡A vos os hablo paladín!
Mayordomo.- (Interviniendo con cierta oportunidad).- Es un caso especial, Sire. . .
Carlomagno.- (Ignorando la intromisión) ¿Cómo es que ocultáis la faz a vuestro Rey?
Agilulfo.- Porque yo no existo, Sire...
Carlomagno.- ¿Cómo es posible? ¿Tengo yo ahora un caballero que no existe en mi ejército? ¡Dejadme ver, os lo ordeno!
Agilulfo, obediente en extremo, con mano firme pero lenta, procede a levantar solemnemente la visera. Aparece la parte trasera del morrión completamente vacío.
Carlomagno.- ¡Increíble! ¡Lo que hay que ver! (Reacciona malpensando) Es una broma... estáis tratando de chancearos de mi real persona. (A Mayordomo) Os advierto que a alguien puede resultar caro el entuerto y trocársele en penas las diversiones.
Mayordomo.- Señor... intenté Advertíroslo... Don Agilulfo es un caso singular: parece ser cierto, no existe.
Carlomagno.- A mí no me la dais con queso... Aquí, bajo la babera os voy a encontrar (Introduce la mano en el yelmo y palpa el desocupado esqueleto). (Con ligero sobresalto) ¡Estantigua! (Rehaciéndose): ¡Asombroso!
Mayordomo.- Sire, el caballero no existe, él os ha dicho verdad y el diablo ha tirado de la manta.
Carlomagno (A Agilulfo).- ¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?
Agilulfo.- ¡Con fuerza de voluntad y fe en nuestra Santa Causa!
Carlomagno.- ¡Qué bien! Muy bien dicho. Así es como se cumple con el deber. Ciertamente, para ser alguien que no existe, ¡sois avispado!
Bueno, bueno ¡a por otro! ¿Y quien sois vos, paladín de Francia?
Sor Teodora.- ¡Válganme las ánimas benditas! Se me fue el santo al cielo... y yo era la encargada de tocar los maitines. Prestome de tal guisa esta mañana mi escritura que olvideme de mis deberes y de la Misa.
Baja presurosamente
Orlando.- ¿Dónde habrá echado su suerte mi manceba?
OLiverio de Viena.- Teneos al menos en pie. Parece que estéis haciendo a bocados las crines de vuestro caballo.
Sale Sor Teodora; toca a maitines.
Orlando.- Vedla. Creed en la Gloria. Esa es mi amada.
A su agitado mareo, el caballo responde rezongando media vuelta. Orlando ha quedado mirando a Agilulfo, sin darse cuenta, hasta haberle dicho que es su amada.
Agilulfo.- Don Orlando, esto no es digno.
Orlando.- No, tú no. ¿Dónde está mi amada?
Orlando insiste en su galanteo, sin que Sor Teodora, aparentemente, repare en él.
Carlomagno y Mayordomo se marchan. Suena el toque de "rompan filas". Los guerreros desfacen la formación, mientras echan un cigarro en plácida conversación y compincheo. Entran las monjas que tocaron a su hora las campanas. Llevan cacerolas para lavar en el arroyo.
Otra monja.- ¡No te digo yo!
Monja de las campanas.- ¡A buenas horas! Esta toca maitines pasadas las de Angelus.
Otra monja.- Con el quehacer de un convento, no se puede andar cambiando las horas. ¡Es un desbarajuste! 
Monja de las campanas.- ¡Madre de Dios! ¿Y qué hace toda esta chatarra en el jardín? (Refiérese, claro está, a los caballeros) ¡Fuera, fuera de aquí! No son estos pagos lugares de parloteo y chascarrillos. (La protesta de los caballeros, diciendo quienes son y lo que son, no puede impedir que la monja los conduzca hacia afuera).
Sor Teodora, que parecía ignorante o conturbada por los apremios del paladín, como si de mirar de reojo se tratase, sigue y persigue la involuntaria ausencia de Don Orlando, hasta que la cuerda traba el badajo con el borde. Se han marchado los caballeros. Vuelve la calma.
Aunque la muerte siempre puede estar próxima, el camino hacia la batalla puede ser largo y penoso, encima. La guerra tiene todas las virtudes.
Nuestros esforzados paladines cabalgan en pos de la aventura, un tanto transidamente, como si un desván ruinoso y lleno de trastos en evidente desuso, navegase por un mar de polvo.
Orlando hace sonar su olifante a capricho.
Carlomagno.- Decidle a ese bellaco que deje de tocar el cuerno. Suena tan mal que me embotija los sesos. Para tan desafortunado de mollera que solo toca el cuerno cuando no debe y, cuando debiera, no toca un cuerno.
Mayordomo (A Orlando).- Sire ordena que dejéis inmediatamente de hacer sonar el olifante.
Orlando.- ¿Ni una pequeña diversión habrán de permitirme? Pardiez, que la guerra resulta cada vez más aburrida.
Oliverio de Viena.- A poco trecho podréis resarciros degollando una ristra de musulmanes.
Orlando.- Si no fuera por eso...
Cuando Mayordomo le da la espalda, hace sonar con todas sus fuerzas el olifante, consiguiendo, con el estrépito, espantar al significado oficial.
Mayordomo.- ¡Por todas las mancuernas del mundo! Os vais a arrepentir. Me veré obligado a arrestaros ese dichoso cuerno.
Oliverio de Viena.- Para lo que va a servir.
Por el fondo, se oye un gran alboroto. Un hombre, imitando en sus ademanes a un ganso, cruza ruidosamente el plausible patio de butacas. Le persigue un campesino.
Campesino.- ¡Maldito ladrón! ¡Botarate! He de darte alcance porque de Dios está que habrás de recibir tu merecido. Mira en mis manos estos palos, que buenos son para recordar tu conciencia dormida.
El hombre-ganso sigue sus evoluciones sin mostrar el más mínimo temor por las amenazas del campesino.
Oliverio de Viena (Desenfundando su espada).- ¡En nombre de Carlomagno! ¿Quién osa hostigar las huestes del Emperador?
Campesino.- Oh, señor. Perdón, si en algo os he podido ofender. Llámome Majuán y vecino soy de estos parajes.
Carlomagno.- Oliverio, no es más que un lugareño. (A Campesino) Decidme, buen hombre, ¿a qué juego tan hermoso os veníais entregando?
Campesino.- No es ningún juego, señor, que como lo atrape lo desuello.
Carlomagno.- Si parecía imitar un pato...
Campesino.- Se cree pato, señor, que no es lo mismo...
Mayordomo.- A este hombre lo conozco yo, Sire. No sabe que existe... Es también un caso especial.
Carlomagno.- ¿Otro caso especial?
Mayordomo.- No sabe que existe y se equivoca... cree ser...
Campesino.- Cree ser un ganso. Ha visto mi gansa y sus patitos y, creyendo ser un patito más, los ha perseguido hasta despeñarlos. ¡El muy canalla! Es el mismísimo cachano.
Carlomagno.- ¿Y cómo se llama?
Mayordomo.- Gurdulú, Sire. Siempre esta metido en el lago; unas veces creyendo que es un pato, otras que es una rana (Gurdulú croa y salta), otras una espadaña...
Carlomagno.- ¿Y no se ahoga?
Campesino.- No señor. A veces, Homobó se extravía, por simple olvido de lo que hace un momento fue... Ahogarse, no. Lo peor es cuando termina en la red, con los peces. Cuando ve un pez, cree que es él y se mete también en la red. Es un hombre muy extraño Homobó.
Carlomagno.- ¿Homobó? Pero ¿no se llama Gurdulú?
Mayordomo.- Martinzul, Gurdurú, Gudi-Ussuf... depende del país que atraviese y detrás de quÉ ejército cristiano o infiel se coloque. Como que no sabe que existe, no le es menester un nombre fijo.
Mientras, Gurdulú se hace sitio entre el público, mira fijamente al espectador que le toque al lado y le imita en sus posturas, ademanes; se emboba caricaturizándolo.
Carlomagno.- Interesante; un hombre que existe y no sabe que existe y otro que no existe pero que quiere existir. Cáeme en mientes una brillante idea... ¡Que lo traigan a mi presencia!
Mayordomo.- Imposible, Sire.
Carlomagno.- ¿Por qué? ¿Qué hace agora?
Mayordomo.- No sé...parece que se siente espectador.
Campesino.- ¡Estamos apañados!  ¡Cualquiera lo atrapa!
Oliverio de Viena.- ¡Voto va! Es cierto; para atraparlo tendríamos que salir de la historia.
Mayordomo.- Y eso es asaz imposible.
Carlomagno.- Un momento... ¿Ha pagado?
Mayordomo.- Creo que no.
Carlomagno.- ¡Por todos los demonios! Entonces, no es espectador ni es nada. Traedlo para acá.
Dos caballeros se abalanzan sobre Gurdulú y lo arrastran a la presencia de Carlomagno.
Oliverio de Viena.- ¡Descúbrete la cabeza, bruto!  ¡No ves que estás ante el rey!
Gurdulú, en una frenética e incontenible danza, procede a hacerse y recibirse reverencias, a deambular torpe y majestuosamente y a olvidar y recordar a los presentes la verdadera situación en la que se hallan, remedando los ademanes del Emperador.
Gurdulú.- Doy con la nariz en el suelo, caigo de pie, erguido a vuestras rodillas, me declaro augusto servidor de vuestra humilde Majestad. ¡Mandaros y me obedeceré! Y, cuando vuestra Majestad dice: "Ordeno, mando y quiero" y hace así con el cetro, como hago yo, ¿veis?, y grita así como grito yo: "¡Ordeno, mando y quiero!", todos vosotros, perros súbditos, debeis obedecerme, de lo contrario, os hago empalar... Y tú el primero... ¡Ese de la barba y la cara de viejo chocho!
Orlando (Desenvainando ya la espada).- ¿Debo cortarle la cabeza de un solo golpe, Sire?
Campesino.- Imploro gracia para este desgraciado, Majestad. (Híncase de rodillas) No dispongáis que sea decapitado. ¡Favor para esa cabeza de chorlito! Mayor afrenta hiere mi alma, que no son meros insultos, sino patos vivos en lo que hame dañado y, a pesar dello, para él os solicito mejor suerte.
Oliverio de Viena.- Pero sire es tu rey y tú un vulgar vasallo, recuerda. Valga pues, más su buen nombre que la vida de tus gansos.
Campesino.- Cierto, pero con mi mayor respeto, os digo que también es más preclaro su ánimo, que tanto es para sire perdonar insolencias como para mí perdonar patos y que yo ya los he perdonado. (Insistiendo en su atrevimiento) Ha sido uno de sus descuidos de costumbre: al hablar al rey, se ha confundido y ya no atinaba en saber si el rey era él o aquél a quien hablaba.
Carlomagno.- Concedida estaba la gracia de antemano.
Campesino.- ¡Oh, gracias, Sire!  ¡El cielo colme de gloria vuestro reino! ¿Llévome pues a este pobre desgraciado?
Carlornagno.- No ha de ser tal, pues este botarate hame de servir para poner en práctica la más brillante idea que jamás haya tenido. Siendo, como es, un hombre que no sabe que es, justo será juntarlo con uno que no es pero que le mantiene la voluntad de ser. ¡Caballero Agilulfo!. Os asigno este hombre como escudero.
Orlando.- ¡Ésta sí que es brillante idea!
Agilulfo.- Pero señor...
Carlomagno.- No se hable más del asunto. Nuestra Santa Causa ve retrasado nuestro empeño por cuatro menudencias en el camino.
Marchando, que es gerundio.
De la comitiva, solo quedan Orlando y Oliverio.
Orlando.- Hacen buena pareja, ¿verdad? (Oliverio se ríe) Aqueste que quiere ser pero no es y esotro que solo magina no ser. El uno para el otro. Hala, os declaro marido y mujer. ¡A por ellos! (Sale a la carga).
Oliverio.- Don Orlando... ¿Otra vegada? (Se escucha estrépito de chatarra) ¡Las ánimas nos confundan! (Sale tras Orlando)
Las monjas ordenan el jardín mientras musitan cantos gregorianos. Un eco parece centuplicar sus voces y las convierte en coros celestiales. Sor Teodora parece entrar en arrebato. Las monjas intercambian diálogo y canto, sin que se llegue a interrumpir ni uno ni otro.
Monja de las campanas.- Parece mentira que en una casa como ésta pasen tales cosas. Miradla (Por Sor Teodora). Solo toca campanas y las toca mal y tarde y ahí la tenéis, tan frescachona.
Otra monja.- Hermana...
Monja de las campanas.- Menuda prebenda: Le encargan escribir una historia, que esta resultando harto nefasta y perniciosa, dicho sea de paso, que repique campanas de Pascuas a Ramos y que se justifique con tres o cuatro zarandajas más.
Otra monja.- Y aquí nos tenéis a nosotras, que la mejor condición es la de galopín pelagatos, friega que te friega.
Sor Teodora.- (Mientras las otras siguen cantando y fregando marmitas a diestro y siniestro) Siento en el alma la triste cuita de ser la instigadora, aunque involuntaria, de tan ruines sentimientos en el ánimo de mis compañeras pero mi voto de obediencia obliga mi alma a desechar escrúpulos y, en todo caso, sea a ojeriza, tirria, antipatía, enemistad, desamor u odio, he de contestar yo, con el sostén del cielo, anteponiendo humildemente mi amor fraternal. Heme aquí contemplando su eficaz trabajo y derramando sobre ellas mis oraciones. Este cariño que siento hacia mis hermanas y el continuo golpear de sus herramientas y cacharros, (Reaccionando, antes de que se le olvidara en el tintero) junto a las prácticas religiosas, son mi más preciada compañía. Las observo y, sobre todo, las escucho; más que a ellas, sus ruidos: sus pasos interminables, los golpes de los utensilios de la cocina, el chirrido de las puertas... me ayudan a soñar. Encerrada en mi aposento, convierto el ruido en sones y, estos, en parte de la historia. Principalmente, aquellos que se producen cuando las hermanas bajan a lavar las recalcitrantes cacerolas en el arroyo que cruza quietamente el camino. El continuo chocar de sus metálicos cuerpos me lleva suavemente a generar en mi espíritu el estrépito de la batalla.
Mientras Sor Teodora explica su benévola actitud hacia sus hermanas, que no cesan de canturrear gregoriano, el campo se colma de una nube de polvo moteada por el brillo de los escudos y corazas de cristianos y sarracenos que, a cámara lenta, como si de un recuerdo o sueño se tratase, remedan una sangrienta escaramuza, cuyo ritmo es guiado por el fragor de las cacerolas y enmarcado por el canto religioso de las hermanas.
Voz cristiana.- Hanme herido esos infames. ¡Tenedme, compañeros!
Voz cristiana.- En vuestro sostén. No desfallezcáis, hermano.
Voz sarracena.- ¡Por Alá! Me muero. La sangre tiñe mi cuerpo.
Voz sarracena.- Que teman los impíos el filo de mi alfanje.
Una salmodia de gemidos, quejas, amenazas y bravatas se une en sinfonía al canto gregoriano de las monjas y al trepidar de armas y cacerolas.
Voz sarracena.- ¡Muere, perro infiel!
Voz cristiana.- ¡El perro infiel eres tú!
Voz sarracena.- Yo soy religioso y creyente.
Voz cristiana.- Yo también.
Voz sarracena.- Entonces, ¿no eres un perro infiel?
Voz cristiana.- No.
Voz sarracena.- Pues muere, de una vez, cerdo infiel.
Voz cristiana.- Aggg...
Gurdulú aparece en el centro de la batalla, imitando a los contendientes, sobre todo, en el desplomar de los cuerpos en sus muertes.
Voz sarracena.- Ag, muero por una santa causa.
Carlomagno.- ¡Esto es el colmo! Está demostrado que la única causa santa es la nuestra.
Intérprete de Arraez Abdul.- Dice mi señor, el Arraez Abdul, que sólo hay una causa justa, la nuestra.
Carlomagno.- Con vosotros no se puede discutir. (Vase)